Madrugones,
dietas estrictas y cuidado con los riesgos del dinero son algunos de los
desafíos que rodean la vida del jockey. En San Isidro, veteranos del oficio
transmiten años de experiencia a chicas y chicos que quieren vivir arriba de un
caballo de carrera.
Por Soledad Vallejos/Pagina 12
La vida de aprendiz es sacrificada. Sea
verano o invierno, hay que amanecer de madrugada. La cama suele estar en alguna
habitación ínfima de un stud. En ayunas hay que vadear un animal; después
regresar; tomar algo y partir a clases. Teoría, gimnasia, práctica sobre
caballo mecánico. Hasta el mediodía no se comerá nada más, y entonces no será
más que un sandwich, porque subir de peso es un riesgo que puede cobrarse
carreras, en sentido metafórico y también literal. Pero con el turf pasa algo.
Una tarde cualquiera, el caballo mecánico corcovea suavecito bajo la fusta de
una entrerriana terca, que regresó a pesar de que un accidente hípico la había
dejado en coma y la rehabilitación le llevó meses.
La rutina es subir, apilarse, hacer
rienda, bajar; ella y sus compañeros se turnan, y el rumor de los sonidos
mecánicos apenas queda interrumpido por las indicaciones de un hombre menudo
que los trata de usted y recibe trato en confianza pero reverencial, el ex
jockey Víctor Sabin. Alumnos y fileteros devenidos docentes de la Escuela de
Aprendices del Jockey Club, que funciona en San Isidro, dicen que el romance
empieza en la juventud y no termina nunca.
Desde abajo
Las historias se repiten: chicos y chicas
llegan, todavía adolescentes, de alguna provincia. Allá dejaron a sus familias.
Necesitan un trabajo para mantenerse en la ciudad, donde no conocen a nadie;
quieren aprender y correr para vivir. Ahora mismo el ex jockey Sabin observa a
uno de ellos que resiste sobre el caballo mecánico, después de haberse pesado
para saber cuánto más tiene que cuidarse. “Es sacrificado, sí, pero para el que
quiere llegar a algo en la vida. Para el que quiere estar de paso, ganar cuando
lo toque, no”, dice Sabin, con las manos cruzadas en la espalda.
“Si uno quiere vivir de esto, que su
familia viva de esto y formar una base para cuando deje de correr, tiene que
sacrificarse y venir todos los santos días al hipódromo. Yo almorzaba y
relinchaba. Vivía dentro del hipódromo. Quería ser el primero. Lo fui. Pero así
me costó. Me costó una familia.” La de Sabin fue una vida de aprender que
montar y ganar puede deparar más dinero del que sabe manejar alguien que
durante años durmió en algún stud. Con su profesión, él tuvo todo, se desbordó
y lo perdió; lo volvió a hacer y aprendió. Detalla el costo: “Yo estaba
corriendo; bajé del caballo y me dijeron ‘tu señora fue al sanatorio’, me puse
el pantalón arriba de los breeches, me saqué la chaquetilla, salí disparado al
Santa Ana, acá, en Acassuso. Ya había parido”.
–Es una elección de vida brava.
–No es fácil. Y además pobres chicos,
estos chicos, no todos llegan, eh. Algunos tienen problema con el peso. Algunos
se aburren, se cansan de rebajarse tanto, abandonan. Es lo más factible. El
peso es bravísimo. El peor enemigo que tiene el jockey es la balanza. Hay
chicos que un día se largan a comer >y llegan a 58, 59 kilos.
“Rebajarse”, claro, es hacer la dieta
para llegar en peso a las carreras. Por lo pronto, y para no alimentar
esperanzas que luego la vida profesional no podrá sostener, ingresar a la
escuela sólo es posible si el cuerpo respeta ciertos requisitos estrictos.
La agilidad y el pesar poco sobre el
caballo son fundamentales a la hora de correr (y ganar) carreras. Una vez
egresados de la escuela, los aprendices que empiezan a correr para convertirse
en jockeys profesionales (a partir de la 120º carrera ganada) gozan de un
cierto período de gracia en el cual pueden pedir “descargar peso”, esto es, que
se les exculpe algo de peso: 4 kilos para el aprendiz de tercera categoría
(hasta 59 carreras ganadas), 3 para el de segunda (entre 60 y 99 carreras
ganadas), 2 para el de primera (entre 100 y 119 carreras ganadas). Porque la
profesión es exigente con el cuerpo, el ingreso a la escuela también establece
requisitos físicos estrictos para chicas y chicos de entre 15 y 19 años que
quieran ingresar. Los más chicos no pueden medir más de 1,55 metro ni superar
los 45 kilos; los de 16, no más de 1,56 metro y 46 kilos; a los 17, no más de
1,57 metro y 47 kilos; a los 18, hasta 1,58 metro y 48 kilos; a los 19, no
pueden superar el 1,60 metro y los 50 kilos. Además, deben aprobar un examen de
salud para obtener el apto deportivo, porque los jockeys deben ser atletas.
Números en el
aire
Sabin y Libré no dejan pasar un día sin
recordar a sus alumnos que correr caballos es un oficio muy parecido al de
boxear, con todos los riesgos. “Hay gente que se te acerca por una fija, por un
dato de apuesta, a un chico lo lleva a un boliche, le dice ‘tomá lo que
quieras’, lo rodea de mujeres. No es fácil no marearse”, dice Libré. En el
aula, alrededor del caballo mecánico, Sabin abre la charla a aprendices y
aprendizas: ¿cuánto puede ganar un jockey profesional, pero no destacado?
–Uno de mitad de tabla.
–¿Una sola carrera? 5 mil pesos. Con
cuatro que corra, son 20 mil pesos por semana.
–Y la monta perdida –recuerda uno de los
chicos, en referencia a lo que un propietario paga a un jockey que compitió
pero sin éxito.
–¿En un mes malo puede llegar a ganar 50
mil pesos?
–Puede ser.
–Pero un jockey del montón, eh –aclara
una de las aprendizas–. Los primeros, mucho más.
–Un gerente de banco no gana lo que ganan
ellos. ¿Cómo no se van a marear? –se pregunta Sabin.
Lo
indescriptible
Recuerda exactamente cómo fue su primera
visita al hipódromo, en 1965. “Tenía 15 años. Vi correr a Forli (un caballo
legendario) en uno de los clásicos más importantes”, dice Héctor Libré, ex
jockey, director de la Escuela y dueño de un historial impresionante de
victorias y montas que sintetiza en “gané 2000 carreras en mi vida, así que
debo haber corrido como 20.000”. De aquella vez en el Hipódromo de Palermo, al
que se coló porque estaba prohibido el ingreso de menores de edad, recuerda el
gentío, la pasión, el rincón del paddock del que se colgó. Vio poco; “Escuchaba
‘Forli, Forli, Forli’”. Tres años después corrió como jockey por primera vez; no
ganó pero se lució. Poco después sí, ganó: en el Hipódromo de Rosario, en el
clásico Premio Presidente de la República. El caballo se llamaba Durero, y
Libré recuerda de memoria el final de la crónica turfística del diario La
Capital: “Ponderable faena que permitirá al aficionado decir ‘yo vi el
Presidente de 1968, cuando Durero ganó porque lo corrió Héctor Libré’”. Ese día
aprendió que las carreras las ganan los caballos, una frase que preside el aula
donde da clases de teoría y repasa carreras con los alumnos. Libré necesita
estar cerca de pistas y studs (él mismo es dueño de uno, Mis Galguitos), pero
hace años no sube a un caballo, “por seguridad”. Tiene 66 años.
– ¿Qué tiene de especial correr un
caballo?
–El caballo hace fffft, fffft, fffft. Le
ves las orejitas, la cabeza, los ojos, ves que él te va mirando. Fffft fffft
fffft fffft. Y el cambio de manos. Ssssssss sssssssss... Te lo digo y se me
pone la piel de gallina.
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