El 13 de diciembre de 1931, en el Hipódromo de Palermo, ocurrió algo
que ni el pensamiento más febril se atrevería a imaginar: sobre ocho carreras
de caballos que se disputaron, un jockey ganó siete, y salió segundo en la
octava porque un competidor lo encerró y le impidió el paso. El jinete,
considerado por los expertos como el más grande en toda la historia del turf,
era Irineo Leguisamo, el Maestro, el Pulpo, el Eximio; o el Mono, como lo
llamaba su amigo Carlos Gardel.
Leguisamo (1903-1987) nació en Arerunguá, Uruguay, pero sus proezas, entre
las cuales no es la mayor haber ganado en su extensa trayectoria profesional
cuatro mil carreras, las realizó en la Argentina, donde se radicó de
adolescente, en 1922.
¿Qué tenía este hombre para haber conseguido tantos triunfos? ¿Qué lo
diferenciaba aun de otros grandes, al punto que la afición lo consideraba
sólo a él sinónimo de jockey? Por ejemplo, actitudes como la que resumía con
la frase “Arriba del caballo mando yo". Se la dijo un día
al propietario de un animal que no estaba convencido de salir a ganar. La
anécdota concluyó con Leguisamo llegando primero a la meta, a pesar de que
sabía que el dueño del caballo había apostado a otro. Después de triunfar,
Legui dijo a su patrón: "A partir
de ahora buscáte otro jockey, porque yo no monto más ningún caballo tuyo. Yo
no quiero perder y no voy a perder. Si me ganan en buena ley, es otra
cosa".
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Leguisamo junto a su gran amigo Carlos Gardel |
Desde luego, no siempre fue el Eximio: cuando aún era un aprendiz, en Salto,
Uruguay, allá por 1920, un starter (largador) cuyo apellido era Gallino, lo
vio inseguro en el lomo del animal, una yegua llamada Mentirosa, y profetizó:"Botija,
buscáte otra profesión, porque para jockey no
servís". Fue su primera victoria. Carlitos Gardel, que lo conoció en el hipódromo de Maroñas, en las afueras de
Montevideo, también dudó de él, y se lo dijo: "Mira que
sos chiquito, Mono. ¿Cómo
hacés para que los burros no te desmonten?". La amistad entre ambos
comenzó ese día, y siguió para siempre.
"El era el único que me llamaba Mono, aunque
sabía que a mí no me gustaba. Cuando lo hacía, yo lo llamaba Romualdo, para
hacerlo engranar. Ese era su segundo nombre, y no quería que nadie se lo
mencionara -decía Legui-. La
única vez que me llamó así y yo no me enojé -recordó- fue
un día que me mandó a casa una encomienda enorme, con una tarjeta que decía:’
Mono, te mando un postre que te va a gustar'. Comencé a abrirla y era puro
papel, y se achicaba cada vez más. Hasta que al final quedó una cosa chata,
que era un disco sin
etiqueta. Lo puse en la victrola y me emocioné hasta las lágrimas, porque
era el tango Leguisamo solo.
Nadie lo cantó como él. Nadie, nunca, cantó como Carlitos."
Ese mismo año de 1931, cuando Irineo ganó siete carreras sobre ocho en una
misma reunión, Gardel lo invitó a ir con él a Francia. "Fuimos a Niza y a París. Me presentó a grandes como Chaplin y
Josephine Baker. Las mujeres se lo devoraban a Carlitos. En esos días yo era soltero, pero, ¡qué querés que te
diga!, la pinta nunca me
sobró... Así que, por lo
general, me tenía que borrar y dejarlo solo a Carlitos, para que cumpliera
con su deber. Después fuimos a España. Ahí me la rebusqué mejor. Y me volví a
Buenos Aires, porque Carlitos tenía que ir a Norteamérica. Y yo tenía que trabajar,
que si no, no comía. Además, prefiero no hablar mucho de Carlos, porque me
pongo a llorar. Fue mi hermano."
Otra de las cualidades de Leguisamo que tanto los burreros como los
cuidadores o dueños de los caballos apreciaban era el modo en que trataba a
los animales, casi con ternura. En principio, se oponía al uso del filete,
ese instrumento aguzado que algunos colocan en la boca del animal para que
responda mejor a la rienda. El usaba el freno tradicional, y consideraba el
filete como una crueldad innecesaria. También le parecía
gratuito pegar fustazos al caballo: cuando quería que el animal se
jugara el todo por el todo, se limitaba a talonearlo y, aunque a algunas
personas les parecía extraño, a hablarle, como si pudiera entenderlo. Quienes
se burlaron al principio de esa costumbre cambiaron de idea cuando
comprobaron que los caballos respondían mejor a ese tratamiento que al rigor
de los golpes. Tanto, que su método le permitió figurar primero en la
estadística de los jockeys más ganadores en veintiuna temporadas, catorce de ellas consecutivas. Y, conviene aclararlo, no
porque montara los mejores caballos: había algo de magia en su conducción, y
sus competidores le temían, porque sabían que, independientemente de su
conducido, nadie como Legui conseguía que el animal diera todo lo que tenía,
y aún más.
A su mujer, Delia Memé del Río, la conoció en 1934, durante la disputa de un
Gran Premio Pueyrredón, que Legui ganó, por supuesto."Memé era realmente muy linda. Era amiga
de la hija de un propietario de caballos. Me costó muchísimo conseguir su
número de teléfono. La primera vez le dije que hablaba de parte del señor
Palermo, y le agregué que el día que nos viéramos ella iba a sufrir una
desilusión, porque yo no sabía si a ella le iba a gustar
mi físico. Durante un mes le hablé pero no me animé a pedirle cita por eso.
Hasta que un 19 de octubre, un día antes de que yo cumpliera 35 años, nos
encontramos. Le dije: 'Usted es un
regalo del cielo anticipado que Dios quiere darme'. ¿Qué mujer no se
desarma con eso? Cuatro años después nos casamos, con la oposición de su
familia, que no quería saber nada con un jockey."
No tuvieron hijos. O sí: mucho después, a fines de la década de los 60, un
cantante popular morocho y flaquito le pidió consejo para comprar un caballo."Mira, Negrito -le dijo Legui-, esto es
muy difícil y no sé si te conviene." Pero eligió dos
animales para él y nació una amistad que casi se parecía a una adopción. El Negrito (Irineo siempre
lo llamó así) era Ramón Palito Ortega, quien, a su vez, llamaba "Papi" a Leguisamo y "Mami" a Memé. "Si se
hubieran conocido, si la muerte no se lo hubiera llevado a Carlitos, él y el Negrito
hubieran sido grandes amigos. Porque los dos son tipos derechos, honestos,
sin vueltas, de esos que hay muy pocos, que llaman al pan pan, y al vino, vino.
Dios no me mandó hijos, pero me lo mandó al Negrito", dijo Legui.
Palito compró dos
caballos, Bablino y Mac Honor, y no quiso
que nadie que no fuera Leguisamo los montara. Pero Legui ya tenía 70 años de edad, y
cuando había humedad le dolía "el
esqueleto, no sólo por las rodadas que tuve en las carreras, sino porque un
auto me llevó por delante hace dos años", y estaba
retirado. Aceptó, como excepción, volver a las pistas. Ocurrió en diciembre
de 1973. Primero fue en las arenas de Palermo, con Bablino; luego con Mac Honor, en el césped
de San Isidro. Fue su
despedida. ¿Es necesario recordar que Legui ganó las dos carreras, a su manera, con la fusta bajo el brazo,
mirando la meta como un águila cazadora, y hablándoles a los animales para
que no se dejaran vencer? Ganó, "alta la
testa, y el ojo avizor", como le cantó Gardel.
En más de cincuenta años montando purasangres Leguisamo ganó nueve Carlos Pellegrini, ocho Ramírez, diez Pollas de
Potrancas, nueve de Potrillos, siete Jockey Club, cinco Nacional, y once Copas de Oro. Si se cuentan
clásicos menores, triunfó en cuatrocientos ochenta en total, una hazaña
absolutamente inigualable, a la cual no llegó a aproximarse ningún otro
jockey en el mundo entero. Tomaba esos hechos con humildad. Como Fangio, el
quíntuple campeón mundial de Fórmula Uno, con quien
tuvo una relación amistosa, creía que "hay que
tratar de ser el mejor, pero no creérselo. El día que te la crees, perdiste".
En 1974 Leguisamo se retiro de la hípica en el hipódromo de Maroñas montando
a FORTIMBRÁS, a los 70 años de edad.
Considerado el mejor jockey rioplatense del siglo xx, dejo de existir, el 2
de diciembre de 1985 en Buenos Aires a la edad de 82 años.
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