Las imágenes de la inundación en
Concordia son sobrecogedoras y conmocionantés. El agua desbordó todos los
cauces naturales para inundar la vida de muchísimas personas. La sociedad
reaccionó como pudo, de manera urgente y emocional. Hay que ayudar, fue la
consigna. Ante la catástrofe, muchas personas ofrecen bienes y tiempo para
asistir al necesitado. La hora así lo exige.
La ciudad esta inmóvil. Se percibe
en el aire una atmósfera rara, nueva, que no tiene edad ni fecha.
Los comercios cerrados. Seres casi
fantasmales que asoman por las ventanas, tímidamente, tratando de comprender el
panorama en un fraternal abrazo con el vecino. Un auto de alta gama cruza lentamente
por la ruta, para ver un hipódromo despoblado, con sus gateras tapadas de aguas
y sus gradas casi sumergidas.
Barrios enteros inundados. En la
periferia, y también dentro del perímetro del centro de la ciudad, grupos
familiares arrasados por la angustia y el miedo. Pero esta sensación de miedo,
es diferente a la inseguridad permanente a la que nos acostumbraron, trae
cuadros de desolación profunda cuando cae la noche y todavía existen personas que
se rehúsan a abandonar sus casas que
quedaron bajo la furia de la inundación más violenta de la historia concordiense.
Hay otras con linternas, como zombis, que auto evacuan a sus familiares.
Yo acá, sentado frente a la PC, sin ganas de nada
y observando en fotos la magnitud de la catástrofe, que nos desanima y nos
entristece.
El tiempo, es una suerte de
pesadilla. Miles de almas pendientes de un pronóstico alentador que devuelva un
halo de tranquilidad.
La ciudad se ha detenido. Se habla
de 15, de 16 ó 17 metros, de un río que hace sufrir a sus vecinos. Sobran las
casas arrasadas, con 5 ó 6 metros de agua. Sobran, y se cuentan por miles, las
familias que lo han perdido todo. Pasan ambulancias y camiones de Gendarmería y
Defensa Civil. Son gestos de nuestra vulnerabilidad.
“Antes jamás llovía
tanto”, dicen los mas viejitos. “Se
inundaron lugares que no se inundaban nunca”, afirman por todas partes. Son
los ecos del desastre climático y el
calentamiento global, comentan otros.
Los puentes solidarios se tienden
en la tragedia. Por el mágico “arte de vivir con fe, y sin saber con fe
en qué”… contra ese panorama rebota la bronca de la población
evacuada, la indignación porque sus impuestos no se destinan a las obras de
infraestructura imprescindibles para prevenir, para amenguar el impacto de un
posible fenómeno singular, esta vez sobrenatural.
La ciudad esta inmóvil. Se percibe
en el aire una atmósfera extraña…
Sin energía eléctrica, sin agua, sin saber cómo están tantas personas que
queremos, pero ayudando a esos anónimos que piden auxilio. Quizás la
solidaridad es lo único que nos queda frente a un panorama devastador…
El dial informa de nuevos centros
de evacuados; de la formación de comisiones para repartir la ayuda; y da
testimonios de actos heroicos en medio de la tragedia. Se solicitan almohadas,
colchones, medicamentos, alimentos no perecederos. La ciudad, de todos los
verdes, se halla a oscuras, y pide auxilio en la emergencia de la
desesperación.
En la ruta 4 casi al fondo,
sostenido con nada, y aferrado sólo a gloriosos pergaminos de profesionales
señeros y colosales ejemplares, apuntalado sólo por la abnegación de unos pocos,
el Hipódromo de Camba Paso agoniza, dentro del agua. La naturaleza
abrió de par en par sus llagas. Pero aun en la situación más triste, se niega a morir.
El río se metió en la ciudad para
darnos una lección. Esa lección que nunca olvidaremos. Nos unió. Nos puso de
pie. Saco el lado “bueno” de cada uno. Nos olvidamos de la grieta, de que “el
caballo de aquel siempre me gano” o que
“con ese no me hablo”, y prestamos un box o lo ayudamos a mudarse.
Qué pena que para que suceda todo eso, nuestro
querido río tenga que ingresar a la ciudad y mostrarnos él, su lado más oscuro.
La inundación dio paso a una
encomiable tarea de una multitud que –conmovida, dolida y angustiada– dio de sí
misma para ayudar a otros. Parecía que era la única manera de morigerar el
daño.
Entendemos que se trata de un
concepto sumamente profundo y revelador, cuya encarnación en la sociedad podría
sentar las bases para una construcción colectiva más sólida. Porque solidaridad
tiene que ver con hacerse responsable del otro.
En estos días en que todo vuelve,
como el río, pienso en esas familias que aquí han abandonado sus hogares, en
los que aún no pudieron regresar y tienen la incertidumbre de no saber con qué
se van a encontrar cuando el agua baje.
Aunque suene a consuelo, la única
certeza que tengo es que alguien, aunque anónimo, va a estar ahí para dar una
mano, abrir una puerta, recuperar lo que quede y volver a empezar; a esos le
dicen gente, aunque a mí y desde que comenzó esto me gusta llamarlos pueblo.
El agua no distingue colores, parcialidades,
rivales, ni mejores, ni peores… Es igualadora, también en las desgracias…
BANDERA VERDE
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